
Hablamos de Balzac, amigos, nada menos que de Balzac. Apaguen sus móviles y contengan la respiración porque este post está dedicado a uno de los autores más gloriosos del S.XIX. En pleno romanticismo francés, el París más bohemio, pobre, chic, sucio, y aristocrático (pese a ser el heredero de la Revolución Francesa), conoció a uno de sus novelistas más determinantes y que mejor supo reflejar lo que fue aquella ciudad y sus habitantes durante buena parte de ese siglo. No olvidemos que por entonces, y pese a lo que se había vivido 50 años antes, Francia era una monarquía a punto de convertirse en un Imperio (con emperador y todo, bajito y con flequillo).
Aquella amalgama de personas de distinto corte social e ideología: algunas bien asentadas en sus títulos nobiliarios y rentas anuales (me encanta esta expresión tan «balzaquiana»: … disponía de unos 600.000 francos de renta), otras tantas con el resquemor bien vivo aún por lo que supuso decapitar a toda una familia real, cargarse al clero y a la mitad de los Estamentos, y alimentando un resentimiento envidioso y constante hacia esas clases altas que mantenían una forma de vida fatua y superficial, unida a las diferencias demográficas entre las poblaciones rurales y la gran metrópili europea por excelencia que era entonces París, – urbe del glamour en todas las épocas -, fueron factores que dieron pie a grandes contrastes entre los ciudadanos, propiciando así una sociedad francesa pintoresca y desigual. Precisamente es en este punto en el que destaca nuestro querido Honoré, en retratar a toda esta gente, sus inquietudes, sus perversiones, sus intereses, sus amores, sus tragedias. En este sentido, Balzac puede compararse con Galdós o Dickens en cuanto a describir a sus conciudadanos, vecinos, compañeros de viaje vital.
Balzac es uno de los autores representativos del realismo junto con Flaubert o Stendhal, ese movimiento ideológico que surge como oposición al romanticismo del XIX, en el que se idealizaba con grandilocuencia la belleza, la virtud, la ciencia y los más altos sentimientos, frente a la cotidianeidad y lo mundano de la vida más real, sin tanta ornamentación.
Puede que esta facilidad para describir el entramado social fuera debida a que el propio Balzac vivió entre ambos mundos y conocía bien el tipo de personajes que describía en sus novelas.
Fue un hombre realmente prolífico, y no sólo en cuanto a creación literaria se refiere, sino también a sus inquietudes como empresario. Se arruinó en numerosas ocasiones, volviendo a emprender después otros tantos negocios con ayuda y el apoyo económico de sus amistades. También conoció el éxito como escritor, aunque tardó en conseguirlo varios años. Fue entonces cuando su carrera literaria conoció su actividad más febril. Es conocida una anécdota suya en la que, durante el entierro de un conocido, se le acercó un caballero para decirle: «Señor Balzac, era el difunto su negro, ¿no es así? No tiene de qué preocuparse. Yo era el negro de su negro.» Ni que decir tiene que yo personalmente, no la creo. Pero efectivamente no habría sido ni el primero, ni el último.
El caso es que este grandísimo novelista nos ha dejado auténticas maravillas en forma de libros, y no solamente eso, sino también muchísimas frases célebres que hacen de él uno de los autores más citados.
En Papá Goriot nos regala precisamente eso que todos coinciden en que se le da tan bien: un retrato estupendo y completísimo de aquella sociedad francesa de principios del XIX a través del mundo que concibe en torno a un pequeño hostal regentado por Goriot, padre tierno y abnegado que renuncia a toda comodidad por el bienestar de sus hijas.
Os transcribo un breve párrafo (para quien haya leído el post hasta aquí y decida que quiere continuar aprendiendo):
«Si existen naturalezas tiernas, hay también naturalezas fuertes, cráneos de bronce, sobre los cuales tropiezan y caen las voluntades ajenas como las balas frente a una muralla. Hay también naturalezas blandas y algodonosas, donde las ideas de los otros mueren como las balas se amortiguan en la tierra blanda de las trincheras. Rastignac tenía una de esas cabezas de pólvora […]»
Después de todo lo dicho, es obvio que recomiendo su lectura a todos aquellos nostálgicos y amantes de siglos pasados, con el encanto que le suma el rodear las tramas inteligentes con coches de caballos, sombreros de copa, bailes en palacios aristocráticos, candelabros de plata y rues parisinas alumbradas por faroles con velas… Tened en cuenta, claro está, que el lenguaje es el que es, y eso también es un factor importante a la hora de situarnos en el tiempo. Lo digo para que nadie se sorprenda si lee algún «tiene usted crédito, monsieur».
Sin embargo, y sin restar ni un ápice de relevancia a Papá Goriot, me permito además recomendar con verdadera devoción a la que es considerada la mejor obra de Balzac: Eugenia Grandet. Era nuestro amigo un autor de lo más prolífico, como hemos señalado ya, por lo que hay que tener en cuenta que no todas sus obras gozan de la misma profundidad, elegancia, y facilidad para ser leídas. Pero de Eugenia nos encargaremos en otro post propio, porque francamente, ella lo merece.
Coincido en esa fascinación por lo antiguo y especialmente, por ciertas sociedades europeas como la del XIX. Preciosas fotografías, felicidades por el post.
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